sábado, 7 de septiembre de 2013

II Certamen Entre Pulsaciones: En tiempos de guerra

¡Buenas noches, lectores! ¿Os acordáis que, hace muuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuucho tiempo, así como a principios de verano (no me puedo creer que ya se esté acabando, snif, snif) os hablé de un certamen literario en el que pensaba participar? ¿Sí? Bueno, pues con mucho orgullo por mi parte, conseguí escribir un relato decente para dentro de la fecha (el plazo concluye el 20 DE SEPTIEMBRE, por si os interesa ;)). No estoy completamente segura de que cumpla con la temática exigida al pie de la letra (fantasía épica, nada más y nada menos), peeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeero... Por probar no se pierde nada :).
El caso: que os dejo aquí el relato para que lo disfrutéis, me deis vuestra opinión, y bueno, os animéis a participar, que necesitamos trece escritores bien dispuestos y a sus relatos. ¡Un beso, y espero que os guste!




En tiempos de guerra
La lluvia torrencial que en ese momento caía cruelmente de un cielo cubierto de nubes negras, llenaba de barro y humedad las viejas calles mal adoquinadas de la ciudad de Castellis. Arroyuelos de agua sucia y marrón discurrían entre las piedras y llenaban grietas, inundándolo todo de un olor aún más pestilente del habitual. Las ratas huían a sus guaridas, como ya habían hecho horas atrás todos los habitantes, mercaderes y viajeros que se encontraran en la ciudad, ante la perspectiva de una inminente tormenta. En aquellos días en los que el Reino al Este de las Aguas se encontraba en guerra con las Tierras Sureñas, los campesinos se escondían en la falsa seguridad de sus hogares a la mínima muestra de peligro; y si bien era bastante improbable que unas desagradables condiciones meteorológicas fueran señal de que el ejército enemigo se disponía a atacar la capital del Este, no resultaba menos cierto que la escasa visibilidad que proporcionaban la lluvia y la oscuridad en aquel momento de la tarde eran perfectos para ser víctima del ataque de la gentuza del lugar.
Sin embargo, en ese instante, un par de gastadas botas aparecieron por la esquina del tortuoso callejón en dirección a la Calle de los Herreros.
El individuo subió por los resbaladizos adoquines con pasos firmes y seguros, sin preocuparse por el sonoro chapoteo de sus pies al pisar los frecuentes charcos, el cual le estaba dejando el gastado pero sin duda caro calzado de piel, perdido de barro y agua sucia. Avanzó bajo la cortina de agua, tapándose tanto cuerpo como rostro con una capa negra, y se adentró en un estrecho callejón escondido entre dos negocios. Paró ante una portezuela de madera, echó una mirada desconfiada hacia ambos lados, y tras comprobar que nadie le seguía, la abrió y se cobijó en el seco y cálido interior de la modesta habitación que había al otro lado.
Solo entonces, la chorreante figura se bajó la capucha y desveló su identidad a las llamas de una chimenea que constituía el único objeto de la solitaria estancia.
De niña, cuando vivía en las calles con olor a pescado de Puerto de Sal, los mendigos y el resto de pequeños huérfanos le habían dicho una y mil veces que la única explicación a su deslumbrante belleza, era que su madre hubiera sido una sirena que la depositara en las arenosas playas al nacer. Y es que, ni siquiera las capas de suciedad y mugre propias de aquellos que solo reciben un baño al caer la lluvia, podían ocultar los grandes ojos de mar cercados por largas y oscuras pestañas, la boca pequeña de dientes blanquísimos, el suave cabello oscuro como la noche que a cada movimiento arrojaba destellos violeta… Ni por supuesto, el esbelto cuerpo que había dado como fruto el crecimiento.
Con unos dedos largos y finos deshizo el pequeño lazo que le ataba la capa y, mostrando la delicadeza de la más noble dama pese a su cuna humilde, la dejó frente a la chimenea con un elegante movimiento. De hecho, era esa cuna la que la había llevado a aquella situación.
-Ya pensaba que no vendrías – le susurró una voz  dulce y masculina a su espalda. Sonriendo, ella se dio la vuelta.
En frente de la joven se encontraba un muchacho de unos veinte años, apenas dos o tres más que ella, alto y apuesto, que la miraba como si observara la mayor belleza del mundo, y que nada más girarse, se lanzó a sus labios para que ambos se unieran en un tierno y dulce beso, que hizo que el súbito calor que la chimenea no había logrado recorriera hasta la última fibra de su ser.
Cuando ambas bocas se separaron, el joven comenzó a juguetear con unos de los mechones oscuros, recorriéndolo con las yemas de los dedos hasta la raíz, y dejando que sus labios siguieran el mismo recorrido por el cuello.
-Te quiero Dailie – lo dijo en su oreja muy bajito, como quien cuenta un secreto, erizándole el vello de la nuca tal y como ella adoraba. Quiso dejarse llevar por el momento, y seguir rodeada por los brazos fuertes y recios, sumergida en el calor de aquel abrazo, besarle otra vez más, y otra, y otra, hasta que ya no le quedara saliva; pero se obligó a ponerse firme y recta, a alejarle ligeramente de su cuerpo, y a dejar el cariño al lado por un momento.
“Lo primero es lo primero” se dijo.
-Will… – el joven la ignoró e intentó acercarse de nuevo a ella, buscando con las manos su fina cintura – Will, parad… - las manos recorrieron su espalda - ¡Will! – exclamó enfadada, con lo que consiguió que, aun con cara aburrida, él le hiciera caso. 
-Sigues con esa estúpida costumbre de llamarme de usted. ¿Qué pasa ahora, Dailie? – la mirada que le dirigió la muchacha fue suficiente para que entendiera sin palabras lo que pasaba. Alzó la vista al cielo, y se quedó mirando el techo mientras gesticulaba exageradamente a modo de burla. – Oh, vamos, ¿cuántas veces te lo tengo que decir? No me importa, cariño, podemos irnos, no pasa nada…
Sin embargo, Dailie le cogió del brazo, y tiró, obligándole a mirarla.
-No lo digáis como si fuese una broma. – siseó con tono amenazante - En este mismo instante, Willas de Castellis, miradme a los ojos, y sin levantar la vista de ellos, juradme por vuestro honor que estáis completamente seguro de lo que estáis a punto de hacer, y de que no os arrepentiréis, pase lo que pase.
Los ojos claros de uno y otro se desafiaron en silencio un segundo antes de que, con una voz seria que no dejaba asomar ni un atisbo del dulce deje de antes, el apelado contestara.
-Te lo juro. Por mi honor y por el nombre que voy a perder, juro que estoy completamente seguro de lo que voy a hacer.
Y Dailie vio mientras le miraba fijamente que no le mentía, que no había ni el más mínimo rastro de vacilación ni duda en aquellos hermosos rasgos que tantas veces y tan bien había estudiado. Pero por si eso no fuera suficiente, Willas se puso la mano justo encima del corazón… Y arrancó de su capa el broche de oro en forma de brújula que señala al Este, que fue a parar a las llamas de la chimenea.
El escudo de la Casa Real, de la que Willas, como único hijo del monarca en el Reino al Este de las Aguas, era heredero.
“Hasta ahora” pensó la joven. Porque aquello era lo que Dailie le había hecho jurar que estaba seguro de no importarle perder: su corona, sus tierras, sus comodidades como noble, todo a lo que tenía derecho… A cambio de una vida de forajido, pobre, sin lujos, con hambre, una vida huyendo de su nombre… Pero con ella.
“El Este se va a quedar sin heredero claro, puede que haya hasta una guerra civil, por mi causa. Sólo por mí. Porque Willas de Castellis está completamente seguro, y completamente enamorado de la doncella de su prima.”
Y es que así se habían conocido, habiendo pasado apenas tres noches de luna llena desde entonces. Melody de Puerto de Sal había sido llevada a la capital por su padre, ante la amenaza sureña que se cernía sobre su ciudad natal, con la esperanza de que sus familiares en el trono la acogieran y protegieran hasta finalizado lo peor de la batalla. Junto con ella, solo habían podido viajar su joven hermanita Thiara y la única doncella de confianza que había aceptado partir abandonando a, en su caso, una familia inexistente. Cuando las muchachas llegaron tras un viaje no exento de ciertos riesgos, ambas damas se encontraban indispuestas por culpa de un no muy serio resfriado, y Dailie había sido la única que había podido explicar la situación al futuro rey, en vista de que el actual se encontraba gravemente enfermo y no podía atenderles. La chispa había surgido de forma casi instantánea: Willas tan solo había necesitado un vistazo a los grandes ojos de mar, a la esbelta figura, al cabello oscuro y a la sonrisa encantadora de dientes blanquísimos para quedarse prendado, y requerir desde ese momento los servicios de la joven con mucha más frecuencia de la necesaria para informar del estado de salud de las damas de Puerto de Sal. 
Primero habían sido las palabras amables, los agasajos a cada mínima tarea realizada con corrección, los roces no tan accidentales… Y no muy tarde habían llegado a las citas a escondidas, a los abrazos, a los besos, a las misivas de amor entregadas en mano, y a toda clase de muestras de cariño que le habían sido enseñadas al joven príncipe desde pequeño en su educación… sumadas a las que la doncella había aprendido con los años en la calle.
A pesar de que las consecuencias de sus actos seguían reconcomiendo la conciencia de Dailie, esta se obligó a sonreír para Willas, para complacerle al igual que instantes antes él había hecho al jurar que no se arrepentía de lo que estaba a punto de suceder.
-¿Estáis seguro de que no te ha seguido nadie? – preguntó la muchacha, postergando el momento un poco más.
Willas alzó de nuevo la vista al cielo.
-Mi escudero, el único que me acompañaba, cree que he venido a encargar una espada, y seguramente ahora se encuentre a unos seis millas de aquí disfrutando de la compañía en algún burdel. – Dailie arqueó una ceja para dejar claro que no se fiaba de aquel escudero, pero al segundo le devolvió al príncipe una sonrisa de pícara
“Lo siguiente es lo siguiente.”
Se lanzó a los brazos del otrora heredero y volvieron a fundirse en uno solo, uniendo sus labios, explorándose mutuamente con los dedos, revolviendo tantos los cortos mechones color miel como el largo cabello de brillo violeta. Las lenguas paladearon el dulce sabor de la boca ajena, sentían los latidos de sus corazones desenfrenados latiendo a una misma vez, marcando el compás de la melodía que formaba el roce de carne contra carne. Bajaron hasta ambas cinturas y se estrecharon aún más, hasta sentir cada movimiento del otro como si fuera suyo mismo, amoldados perfectamente, coincidiendo como piezas de un puzle. La pierna de Dailie ascendió hasta rodear a Willas, el beso se volvió más apasionado, su mano se despegó un instante del joven para subirse la falda de lana marrón hasta el muslo, empezó a subir delicadamente por sus calzones…
Y los ojos grises del chico se abrieron repentinamente a la par que de su boca se escapaba una exclamación de sorpresa. Dailie se separó de él, y ambos observaron las pequeñas gotitas rojas que manchaban el suelo de la habitación, procedentes directamente de una mancha oscura en el jubón del caballero, justo donde se encontraba el estómago, en la que destacaba el mango de una fina daga de plata.
Willas se tambaleó y cayó para atrás, pero la muchacha se anticipó y le cogió para depositarle con suavidad en el suelo.
-¿Qué… qué… - murmuró el chico, pero una repentina tos le impidió pronunciar más. La saliva sanguinolenta le manchó la incipiente barba, y Dailie le puso un dedo en los labios en señal de silencio.
-Sshhhhh… Lo siento, mi querido príncipe, pero en tiempos de guerra el dinero escasea, y no sabéis el alto precio que se paga por la vida del heredero – le apartó el pelo de la cara con delicadeza, y limpió con una manga las gotitas rojas que le manchaban la barba, ante la mirada entre horrorizada y anonadada del moribundo – Pero no os preocupéis; no era necesario que sufrierais, así que la daga está impregnada de un veneno que os dará una muerte sin dolor ni agonía en menos de un minuto. Solo… quería manteneros vivo para que pudieseis pronunciar unas últimas palabras. Quizás sea una asesina, pero me parece que es lo mínimo que le debes a un hombre al que has matado; decid lo que deseéis, me aseguraré de hacérselo llegar a vuestra familia. ¿Queréis que rece? – sugirió – Vamos podéis maldecirme si es eso lo que se os antoja, no importa – acercó su oído a los labios de Willas, esperando que pidiera a su Señor que acabara con ella de la forma más cruel posible; sin embargo, el mensaje, segundos antes de que el heredero de Castellis y del Reino al Este de las Aguas abandonara sus tierras, se compuso tan solo de dos palabras:
-Te… quiero.
Y pocos segundos después, la vida abandonó su cuerpo. Dailie se levantó lentamente, con los dedos manchados de sangre seca, y el vello desnudo aún de punta por esa última sentencia. Con cuidado, cerró los ojos grises para siempre, y colocó correctamente la capa del joven sobre sus hombros. Tapó la herida mortal que aún manaba sangre espesa con ella, y dejó allí, en calma, el cadáver. Con unas tenazas, cogió el broche de oro ardiente de la chimenea, ligeramente deformado, y lo sacó a la lluvia exterior para que se enfriara. Iba a necesitarlo para demostrar que había cumplido su encargo.
Montó al caballo que había traído a Willas a su fin y, tras quitarle todos los accesorios que pudieran dejar ver que el semental pertenecía a la Familia Real, cabalgó por los maltrechos adoquines, tan vacíos y embarrados como a su llegada a la Calle de los Herreros. Para cuando se encontrara el cuerpo del chico y se reparara en que faltaba la doncella de las damas de Puerto de Sal, ella ya estaría lejos de Castellis.
Su cliente se reunió con ella en la posada de un pueblo en el camino entre ambas ciudades. Observó el broche con recelo, dándole vueltas entre los dedos, antes de sonreír, murmurar una palabra en la siseante lengua sureña, y depositarlo en la mesa junto a una abultado saquito de cuero que tintineó con el movimiento.
-Bien hecho, Sirenita, sin duda no exageraban al recomendarte… Asesinar al mismísimo príncipe y que vuestra hermosa cabeza siga en su lugar. Contaré con vos si necesito otro encargo.
La mercenaria no añadió nada. Sin apenas una palabra, cogió su recompensa, se levantó, y salió silenciosa del local, con la capa negra ocultándole la cara.
Fuera llovía de nuevo, como era habitual en aquella época del año. La joven montó sobre su caballo y lo alejó del pueblo, sola en la embarrada calle, manteniendo aún la inexpresiva faceta que había empleado con su cliente. Únicamente cuando su caballo robado salió raudo al galope por el camino, cuando dejó atrás todo lo referente a su último encargo, la Sirenita, la asesina que había acabado con la vida del heredero al trono, dejó que dos frías gotas saladas se mezclaran entre la lluvia de agua dulce. Cogió el saquito en que se había convertido Willas de Castellis, y se lo acercó a los labios.
Y en un susurro, bajito, como quien cuenta un secreto, respondió.
-Yo también te quiero.

***
Y, ¿bien? ¿Qué os ha parecido? ¿Os ha gustado, lo habéis odiado con toda vuestra alma? ¿Debería dedicarme a tejer calcetines de punto? ¡Dejad vuestra opinión! :D

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