domingo, 28 de septiembre de 2014

Experiencia personal



¡Hola, lectores! Sí, lo sé: desde que ha empezado el curso os tengo abandonadísimos. La verdad es que pensaba publicar este fin de semana, pero ha dado la casualidad de que se celebran fiestas por estos lares y... Bueno, una cosa lleva a la otra, jeje; de cualquier forma, tengo pendiente para antes de que acabe el mes la reseña de mi última lectura, "Y por eso rompimos", así que en breves tendréis alguna novedad por aquí.
Antes de llegar a lo que nos atañe, quiero avisaros de que mi querídisimo colaborador ManuGuisa ha acabado por abrirse su propio blog de reflexiones, Pensamientos de un adolescente triste, así que si os queréis pasar por allí, ambos os estaríamos agradecidísimos :).

Tras esta pausa publicitaria, aquí os traigo el primer... ¿relato? que cuelgo por el blog en siglos: hace unos días, nos pidieron para Lengua que escribiésemos una redacción acerca de un experiencia personal y yo, como soy chupiguay de la muerte, decidí intentar darle una vuelta de tuerca... Y salió esto.
Tal y como el título dice, este relato es algo muy, MUY personal; aún no me explico qué vena me dio por dentro para atreverme así con algo que sabía que leería en público. Además, precisamente porque se hizo para clase, para gente que me ve en mi día a día fuera de internet, contiene bastantes alusiones a cómo me comporto yo fuera del "ámbito virtual", por así decirlo. Pido disculpas por ello y porque sea tan cortito, pero espero, con toda la sinceridad del mundo, que os guste.



Fuente

De lo que os voy a hablar ahora no es precisamente una experiencia; bueno sí. O no. En realidad, pertenece a ese escueto grupo de situaciones totalmente genéricas y aun así, terriblemente individuales que son de obligada existencia en la vida de una persona; comunes al mundo entero y a su vez, maravillosamente únicas. Probablemente, los que os encontráis ahora escuchando cómo me tiembla la voz, lo hayáis sentido o, en su defecto, lo haréis dentro de poco; al fin y al cabo, una adolescencia no está completa sin su huella.
¿Qué voy a decir, pues, que no sepáis ya? A todos son comunes las cosquillas en la boca del estómago, las miradas indiscretas, esa incomodidad en un principio cuando está cerca que, sin embargo, añoras, vacío por dentro, cuando su presencia ya no inunda el lugar en el que te encuentras. La negación, el “qué dirán”, los labios mordidos, los sueños despierto y el despertar soñando... Hasta que, un día, sientes que si no le ves la taquicardia será, cuanto menos, inminente.
En este punto es en el que las versiones empiezan a variar, el momento que cada personalidad emplea en dictar un camino diferente para su corazón; algunos, los más valientes, llevan a cabo lo que en mi mente sólo pueden llegar a ser fantasías inalcanzables, demasiados riesgos alterar la situación de equilibrio en que me encuentro; al fin y al cabo, siempre he sido de las que callan, se lo guardan, y se pierden en su propia inseguridad.
Vale, este es el momento en que los que más o menos me conocéis, os reís (al menos alguno, supongo): ¿tú, insegura?  ¿Tú, que alzas la mano a cualquier pregunta, que pareces siempre dispuesta a responder una duda, una persona que (disculpad la soberbia) controla cada detalle de lo que le sucede y, con el genio vivo y explosivo, no se preocupa de compartir su opinión sobre todo con cualquiera que escuche? ¿De verdad, te estás oyendo?
Y sí, en gran parte de mi vida, soy así; sin embargo, puedo asegurar que cuando veo su cara, la tez pálida, el cabello de carbón, esos ojos que chispean una alegría que yo siempre envidio aparecer entre la multitud, cualquier retazo de carácter, de voluntad, se evapora como por arte de magia. Me contento con observar desde la distancia, con soñar que al girar disimuladamente la cabeza, lo hace buscándome a mí como yo le busco a él; pienso, como diría Victor Hugo en su eterna descripción del amor entre Marius y Cosette, que cada sonrisa que esboza me la dirige, que cada gesto pretende enviarme un mensaje velado, que su mente me nombre tanto como la mía a él.  Mi experiencia personal, a la que se refiere esta redacción, se basa en ilusiones vanas y sin sentido pues, ya que en personajes literarios me he metido, carezco del valor de Julieta para clamar su amor a los cuatro vientos por el desconocido Romeo Montesco; es el On my own que Éponine canta en mi musical preferido el que me define. Y probablemente sea una idiota por ello, y ahora mismo todos estéis jurando contra la musa que me dijo que hablase sobre esto en vez de la ocasión en que fui a Disneyland pero, desde que apenas levantaba un palmo del suelo, los libros y las letras me han enseñado que escribir es terapéutico, y estos mismos fueron los que me chivaron que el sentimiento más preciado para el hombre es también enfermizo.
Por tanto, antes de acabar, dejadme pedir disculpas por relatar un suceso tan aburrido y ambiguo, por no ceñirme estrictamente al tema, por contaros la parte de mi vida que menos interesa a la mayoría; prometo que la próxima vez, dejaré mis corazonadas a un lado y hablaré de lo mucho que te puedes empapar montando a caballo bajo la lluvia durante una hora. Sí, eso será una experiencia más personal… ¿O no?

***

¡Y hasta aquí por hoy! No olvidéis dejar cualquier opinión que tengáis por medio de un comentario :3.

3 comentarios :

  1. Dillaardi!!!!!! Angel mio. hacia siglos que no me pasaba por aqui!!
    Me gusta mucho el relato, y te he nominado en mi blog al premio Dardos!
    MXX

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    1. ¡Hola Nina!
      Muchas gracias por la nominación (aunque soy una maleducada que al final nunca hago nada, te lo agradezco en el alma :)); me alegro muchísimo de que te guste :D
      ¡Un beso!

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  2. Jejeje, no sé que decir, a parte de que la ultima frase me esta enseñando con el dedo de manera poco discreta jajaja. Un relato muy bonito, que yo no sé sin embargo como has podido leer delante de toda tu clase O.o. Por eso digo, ve a ver a esta persona con una sonrisa tan especial, y con todo el coraje que tuviste delante de la clase, demuestrale quien eres.
    Un beso cielo, cruzamos los dedos.

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