martes, 9 de junio de 2015

Goodbye to yesterday

¡Hola, hola, lectores! Sí, lo advertí hace un par de semanas y aquí está: mi fiebre eurofan pudo conmigo y me lancé a escribir una cosuca basada en la canción representante de Estonia en este año 2015: Goodbye to yesterday.
¿A añadir? En primer lugar que, como se trata de un texto inspirado en una canción, obviamente no os coméis ningún spoiler por no escucharla, pero es más especial si la habéis oído previamente. En segundo lugar, por si alguno vio la actuación en directo del magnífico dúo formado por Stïg Rasta y Elina Born y se queda un poco a cuadros al empezar a leer porque lo que pretende transmitir el texto no tiene nada que ver con lo que pretende transmitir la actuación, quiero comentar que empecé a pensar en escribir esto antes de, siquiera, la semifinal del martes, por lo que mi única referencia fue el videoclip oficial. Y en tercer lugar, y en relación con el susodicho videoclip, nada más que decir que cuando nuestro estimado y desaparecido colaborador ManuGuisa leyó el texto, sus palabras textuales fueron:
"Está guay. Es como poder leer el vídeo."
Con lo que, sí, no pretendo ser original ni atribuirme el mérito de la idea. Obviamente, estoy claramente influenciada, pero aún así, el resultado me gusta bastante porque me parece que transmite lo que quería que transmitiese y como ejercicio de escritura fue divertido.
Apuntadas estas pequeñas cositas: ¡espero que os guste, y dentro texto!



Le despertó de un sueño intranquilo y ligero el suave zumbido del despertador.
No necesitaba abrir los ojos para saber que aquella pequeña perturbación se correspondía con la alarma que ella, despistada, usaba para el trabajo y había olvidado apagar durante el fin de semana, como siempre. Movió los dedos en un gesto estudiado y lo apagó antes de que el zumbido la levantase también. Notó cómo a su espalda ella se estremecía un poco, tan sutilmente que si no la hubiera conocido como la conocía ni se habría dado cuenta, por lo que fingió aquella respiración, profunda y pesada propia del sueño, para que no notase ninguna perturbación y permaneciera dormida.
Era necesario que se fuera. Y sabía que si ella estaba despierta, una vez más, como todas las anteriores, como aquella misma noche, le sería imposible salir de la casa.
Así que se levantó lentamente, con cuidado de no ejercer demasiada presión, y recogió silenciosamente su ropa, tirada en el suelo; se puso los vaqueros oscuros y la camiseta gris y arrugada, y sacó de debajo de la cama los calcetines. Caminando de puntillas, llegó hasta el baño contiguo, donde miró la cicatriz de cristal del espejo y su puño cubierto de gasa, en la que se apreciaban gotitas de sangre seca. Se cambió aquel vendaje improvisado por otro limpio, calzó las gastadas zapatillas y, tan suavemente como pudo, bajó las escaleras de yeso. Cogió su chaqueta y la copia de las llaves del cenicero junto a la puerta, y en aquel silencio dormido, se sobresaltó con el tintineo que estas emitieron cuando metió la principal en la cerradura. Alzó la vista, esperando que ella no lo hubiese oído, antes de salir y cerrar a su espalda.
Fuera le recibió la lluvia, helada e incesante, empapando la moderna construcción de hormigón, y haciendo sus zapatillas chapotear a cada paso. Desde la cristalera del salón, vio cómo el perro, el perro cuyo nombre aún no conocía –“tú llámale perro y él vendrá” decía ella- se desperezaba y convertía en testigo de su huida. Le dedicó una rápida sonrisa, más una mueca, antes de meterse en su viejo coche e introducir otra llave en el contacto.
El rugido del vehículo quedó amortiguado por la lluvia. Él arrancó bajo el cielo encapotado y, por fin, se fue.
***
Cuando ella se despertó horas más tarde, con los ojos aún entrecerrados y emitiendo un delicado ronroneo, propio de un gato, lo primero que hizo fue extender la mano para encontrarse con la otra mitad vacía de la cama. Palpó medio dormida para asegurarse de que no se había equivocado, y se desperezó rápidamente comprobando con sus propios ojos la realidad que ya le había adelantado el tacto de su mano.
Se había ido.
Curiosamente, no sintió nada: ni un dolor ardiente que le subía desde las entrañas, ni incontenibles ganas de llorar, ni siquiera un poquito de angustia, algo de vacío. Nada. En realidad, se lo esperaba; Dios, no era la primera vez que peleaban, que las cosas acababan mal para luego tener un final mejor, y él amenazaba con irse y dejarla, por su propio bien, por el de ella, por el de los dos. Y aunque nunca había llegado a despertarse sola, sí que se había ido antes de que acabase la noche, o cuando ya habían terminado el desayuno, o al resurgir la pelea un poco antes de que llegase la hora de la comida…
Pero no importaba, porque volvía. Siempre volvía. Y ella no tenía que hacer nada; eran una pareja perfecta, dos instrumentos que el destino caprichoso había puesto el uno en el camino del otro para que se hiciesen tropezar y se levantasen mutuamente una y otra vez, no importaba cuántas peleas, cuántos momentos tensos, cuántas discusiones. Siempre volvía.
Así que se cubrió con las mantas para alejar el frío que la lluvia había traído consigo, y se apoyó en el respaldo de la cama, sin siquiera preocuparse de vestirse. Cogió el teléfono de la mesilla y deslizó su dedo perfecto por la pantalla, comprobando si él la había llamado, o dejado un mensaje. El registro estaba en blanco, pero no le preocupó. Ella sabía ser paciente, si era por él, todo el tiempo que fuera necesario. Continuó con el móvil en la mano aun cuando la pantalla se tornó negra.
Y esperó.
***
LA NOCHE ANTERIOR
Al abrir la puerta, le recibió con una sonrisa traviesa y una botella de vino tinto en la mano.
-¿Preparado para celebrar que ya no tendrás que irte antes para trabajar? –preguntó con aquel brillo malvado, que le hacía volverse loco, en los ojos.
Él estaba llorando, por infantil que eso pudiera parecer, cuando ella le llamó. No sabía cómo había hecho para enterarse antes de que él se lo dijera, pero el caso es que le había encontrado en su momento de mayor debilidad, respondiendo entre sollozos a cada pregunta consternada que le llegaba por el auricular. Probablemente, si la suerte hubiese querido que ella tardara más en descubrirlo, si hubiese tenido apenas un par de minutos para estabilizarse, le hubiera dicho que no, porque sabía que aquellas reuniones con alcohol de por medio nunca acaban bien. No con ella, al menos. Se habría inventado una excusa y habría pasado a verla a plena de luz del día, no en ese momento, cuando la oscuridad de la noche ocultaba las nubes lluviosas que llevaban días cubriendo el cielo, y los secretos de parejas como la suya.
Pero como las cosas habían sucedido como habían sucedido, allí estaba,  y le devolvió la sonrisa justo antes de lanzarse a sus brazos y notar cómo los labios de ella le envolvían, le decían en silencio que ya estaba en casa. Se separaron tras un minuto, en el que ella le arrastró dentro, hacia la barra americana que separaba el salón de la cocina y donde el equipo de música reposaba. Él se sentó en la escalera. Ella pulsó un botón y el ambiente se llenó del sonido de un saxo y los acordes de una guitarra eléctrica, en los primeros compases de una de aquellas canciones de rock alternativo antiguas que tanto le gustaban. Sacó dos copas de cristal de detrás de la barra y, en un elegante y exagerado movimiento que cerró con una sonrisa seductora, sirvió el vino de la botella. Se llevó su propia copa a los labios antes de dejar al pie de la escalera la de él.
-Bebe –casi le ordenó.
Aquello tampoco era buena idea, pero esa casa era como una trampa: una vez que atravesaba la puerta, se veía condenado a los juegos de ella, a sus cambios impredecibles, a que le hiciese bailar a su ritmo como una marioneta. Así que cogió la copa y tomó un buen trago, lo que valió la pena aunque sólo fuese por ver la alegría infantil que embargó su cara al verse obedecida.
Como una niña pequeña, se sentó junto a él, con la música sonando de fondo, y volvió a besarlo sin dejar de sostener el cristal en la mano, pero no por ello haciendo el contacto de ambos labios menos apasionado. Le recorrió la boca con la lengua, dejando tras de sí un regusto, no sólo al vino, sino probablemente a otro tipo de alcohol que ya habría probado antes. Incluso para esas cosas, ella siempre se adelantaba.
Sin embargo, tras besarlo, sólo bebió una vez más antes de dejar la copa en el suelo y encerrar las manos de él entre sus manos, mirándole a los ojos con ternura. Había dejado atrás todas sus máscaras de mujer adulta y sensual, femme fatale y jugadora incansable, para revelar a aquella chiquilla que él creía saber que era en el fondo. La que más le gustaba, la que le había atraído en un principio hacia aquel pozo sin fondo demoledor.
-¿Estás bien? –preguntó amablemente.
Él asintió, y ella apoyó su cabeza en su hombro, depositando pequeños besos en su cuello de vez en cuando, y observando cómo los dedos de ambos jugaban. Rieron sin tener un motivo concreto y lejos, muy lejos, en otro mundo, el perro –el que no tenía nombre- ladró. Pero él no le dio importancia, porque allí, sentados en las escaleras con los dedos entrelazados, al fin parecía que aquella noche podría ser una noche normal, realmente de descanso y alivio, no un tira y afloja constante sino el momento en el que sólo fuese necesario llenar las copas de vino una vez, mientras que las horas se pasasen entre caricias, abrazos y más y más besos cariñosos, no devoradores ni llenos de una pasión insoportablemente desbordante.
Le pasó el pulgar por sus suaves labios, contento de que por fin aquella situación dejase de parecer una trampa. Ella respondió con una sonrisa angelical y cerró los ojos, apoyada en su pecho, como una chiquilla pequeña y tranquila. Le acarició el pelo y dio gracias de poder tener a alguien como ella.
***
La botella de vino reposaba, vacía en la escalera en la que horas antes también ellos habían descansado.
No sabía cómo había sucedido, en qué momento el cariño y la ternura con la que ella le consolaba en silencio les habían sumido en aquella espiral inevitable en la que, de una manera u otra, siempre acababan perdidos. Notaba la cabeza embotada por el exceso de alcohol, al que él también se había rendido en esta ocasión, y la única manera que veía de solucionar la pesadumbre que le recorría el cuerpo era seguir bebiendo sorbo tras sorbo de la copa, llena con una nueva botella que en algún instante habían sacado de quién sabía dónde. En aquella casa, pese a sus muchos intentos de acabar con ellas, podías encontrar una en cada esquina.
La música se había parado hacía ya rato, y en el tenso silencio de la casa vacía sólo se oían los altísimos tacones de ella repicando contra el suelo a cada paso que daba, moviéndose al compás de una canción que llevaba horas sin sonar.
Él la había mirado, al principio. Había vuelto a ponerse la máscara, la capa que el mismísimo diablo cernía de cuando en cuando sobre ella, y sus exuberantes curvas le tentaban con cada movimiento. Con cada giro de sus caderas, con cada débil balanceo de sus pechos. Sus amigos se reían, diciendo que era demasiado mujer para ser tan joven, y más aún para él, que era frágil, delgado, fácilmente corruptible  por esos ojos ebrios y brillantes que trataban de hipnotizarle, de hacerle preso mientras siguiese mirándola más tiempo. Así que cuando había comenzado a sacudirse la larga, eterna melena y a entreabrir la boca buscando una brizna de aire que se colase entre sus labios entre trago y trago de la copa de vino que sujetaba con delicadeza entre los dedos, él había girado, comprendiendo entre la nube de aturdimiento que le llenaba el cerebro que aquella ira que crecía inexplicablemente llevaría a las terribles consecuencias de siempre.
Aguantó durante un par de minutos, subida todavía en sus altos tacones y sustituyendo su expresión de completa volatilidad poco a poco, casi impalpablemente, por un matiz algo más terrenal. Sin embargo, esa versión demoniaca de ella, que nada tenía que ver con su chica dulce y comprensiva, no soportaba perder, ni aunque fuese un poquito de atención. Dejó la copa en la encimera, un ademán que le habría alertado de no estar tan bebido, y lentamente, como una pantera a su presa, se acercó a él.
-Estamos aquí celebrando una ocasión especial. –dijo, arrastrando levemente las palabras –Y tú no te estás divirtiendo.
Él la miró un momento, y sentir cómo la llama ardiente en su interior crecía con ese simple contacto hizo que desviara los ojos sin decir una palabra, antes de que fuese demasiado tarde. Esperó en lo más profundo de su ser que lo entendiera, que fuera prudente por una vez y lo dejase estar, que volviera a bailar aunque él no la mirase…
Sintió la oleada de dolor extenderse por su mejilla antes de oír sonar la bofetada. Se giró, y ella le recibió con ese gesto altivo, de superioridad, como quien mira a su muñeco, la ceja arqueada y todos sus preciosos rasgos tornados en indignación, retándole a responder.
Y explotó.
Se lanzó sobre ella, primeramente sobre su brazo, que era lo que tenía más cerca, mientras a su alrededor todo se tornaba rojo. Lo retorció con todas sus fuerzas, y disfrutó de la expresión de ella mientras se inclinaba más y más para atrás, habiéndose caído al suelo si él no hubiera puesto su brazo para impedirlo. Ella aprovechó ese momento de apoyo para incorporarse y agarrarle del pelo hasta clavar sus perfectas uñas en su cabeza, haciendo chirriar su cerebro embotado. Pero por muy mujer que fuera, él seguía teniendo más fuerza, y con un zarandeo se la quitó de encima y volvió a sostenerla a su antojo, a sacudirla, a agitarla, a situar los dedos en torno a su suave cuello, una sensación indescriptiblemente adictiva recorriéndole conforme comenzaba a apretar…
Le despertó de aquella pesadilla roja la mirada, llena de lujuria, de ella. Dejó de ejercer repentinamente la suave presión que había comenzado a imprimir y, muerto de miedo y de ira, salió corriendo escaleras arriba, hacia el baño del segundo piso, con unas irremediables ganas de vomitar. Llegó, respiró hondo una, dos, tres veces, y observó su reflejo en el espejo. Odió cada fibra de la persona que veía frente a él, el cobarde, el monstruo, la marioneta que tenía en su interior y que ella conseguía sacar a la luz. Escrudiñó sus rasgos con asco, tragando saliva con dificultad y, en un grito de salvaje furia, la llama de ira en su interior, la que había nacido, no con ella, sino ya al principio del día cuando le habían anunciado la noticia que le había llevado allí, se liberó e impactó su puño contra el espejo, haciéndolo añicos. La sangre comenzó a brotar, roja y brillante, pero él no sintió ningún dolor, derrumbado y roto como estaba. Observó nuevamente su rostro, ahora desfigurado en el reflejo de la superficie rota y las lágrimas brotaron fuera de sus ojos sin permiso.
Abajo, ella se había apoyado en la encimera para recuperarse del subidón de adrenalina. Tomó aire profundamente y, con una expresión exhausta y a la vez satisfecha, cogió nuevamente la copa de vino y bebió, ahogando con ello la carcajada histérica y maniaca que le ascendía por la garganta. En cuanto el alcohol llegó hasta su estómago, dejó el cristal donde estaba, reposando con unos dedos de líquido oscuro aún en su interior. Sacudió la cabeza para apartarse el pelo, revuelto, de la cara, y no tuvo que esperar más que un instante antes de que él bajase la escalera, con los ojos enrojecidos, hipando e intentando disimular los sollozos.
Sin embargo, en cuanto la vio, los pocos hilos que aún le mantenían en pie se rompieron. Cayó sobre los escalones de yeso como un peso muerto, como el muñeco que era, hasta que ella corrió a su lado, la máscara de ternura otra vez en su cara, y se arrodilló junto a él para que pudiese abrazarla y suplicarle mil veces que le perdonara, que le perdonara y que dejasen aquella locura que suponían los dos juntos. Ella le mandó callar con suaves susurros, besándole en los labios con toda su dulzura, apenas un leve contacto lleno de calidez. Le limpió las lágrimas con las yemas de los dedos, le murmuró que todo estaba bien, que no pasaba nada, y le acarició como habían hecho al principio de la noche, sólo que esta vez él se aferró a ella con todas sus fuerzas, como un náufrago a un salvavidas. Ella continuó cuidando de él como de un niño, hasta que finalmente le convenció para subir las escaleras y vendar el puño herido. Cubrió las heridas de los nudillos con la gasa, que tardó poco en teñirse de rojo, y pasó el dorso de su mano por su mejilla.
Y entonces, la lujuria volvió a hacerse visible tras todo su cariño casi maternal.
-No… -susurró él.
Pero era demasiado tarde. Ella se lanzó sobre él, ya sin ninguna clase de suavidad, con toda la pasión que destilaba su cuerpo, rabiosamente femenino, concentrada en sus labios. Él intentó resistirse, intentó no abocarse a la misma perdición de siempre, mas sus esfuerzos no duraron más de lo que ella tardó en clavar sus uñas, por segunda vez en esa noche, en su cabeza. Rápidamente respondió al beso con aún mayor pasión, obsesionado su cuerpo con seguir el ritmo al de ella, mordiéndole el labio ligeramente y desatando un gemido de placer con ello. Colocó una mano en el lugar en el que su espalda iba tomando ligeramente la forma curva de su culo y otra en la cadera, tirando de la cremallera que soltaba su falda de tubo. Ella deslizó la suya, la que no se encontraba ocupada asiéndose a él, desde su cara, bajando hasta que dio con la bragueta del pantalón. Aprovechó para rozar el puño malherido y disfrutó del gruñido, entre el dolor y el deleite, que esto le hizo soltar en su boca, llenándola de una sensación tal que sólo él podía hacerle sentir y que provocó que cerrara sus ojos brillantes.
Recorrieron la corta distancia desde el baño a la cama desnudándose mutuamente, pese a que una vocecilla incesante les repitiese en sus cabezas que aquello estaba mal, que acabaría con ellos, que les condenaría para siempre. Se tiraron sobre el colchón con poco más que el calzoncillo de él y la lencería negra de ella separándoles. En un movimiento repetido tantas veces que resultaba casi coreográfico, él soltó el broche del sujetador, ambos tiraron de lo que les impedía saciar su sed, influida por el alcohol, del otro, y dejaron a las mantas como los únicos testigos de los suspiros agitados provocados por sus cuerpos alborotados.
Mientras caían, una vez más, en la deseable pesadilla en la que convergían todos sus encuentros.
***
¡Taraaaaaaaaaaaan! (tengo que buscar una forma nueva de cerrar absolutamente TODO lo que escribo) ¿Qué os ha parecido? ¿Os ha gustado? ¿Os ha sabido a poco? ¿A mucho? Cualquier cosita que queráis añadir, la podéis dejar en un comentario que yo agradeceré mucho :D.
¡Besos!

1 comentario :

  1. Que ganas de poder escribir como tu! >.< lo e intentado arto pero no me resulta u.u
    ya te sigo! besos <3

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